Una noche, daba igual cual, me escapaba después de la cena. Había
hecho de esa rutina lo más importante de aquellos días de descanso
veraniego en aquella ciudad.
Por el día la veía desde mi apartamento, es más la ignoraba
a la hora de entrar en aquel mediterráneo que desde hacía muchos años ya era mi
compañero y amigo, mi confidente y espejo de aquellas zozobras que inundaban mi
alma.
Poco a poco me aleje de las luces del paseo, mis pies
acariciaban la húmeda arena hasta llegar a las rocas. Allí siempre el mismo
protocolo, dejar que mis ojos se acostumbraran y con los pies dentro del agua
buscar una roca que me hiciera más cómoda mi estancia.
A partir de ahí todo era sencillo, cerrar mis ojos e
imaginar esas olas que me golpeaban, era en aquel momento en el que mis
pensamientos fluían a velocidad de vértigo hacia ese mar que me había adoptado
como suyo.
Unos minutos más tarde sentí algo a mi lado, abrí los ojos y
allí la vi, serena y hermosa, pero con unos ojos llorosos clavados en el mar. ¿Qué
haces aquí? Le pregunte, no dijo nada, su mirada estaba tan perdida que dude
incluso si me escuchaba. No podía apartar mis ojos de ella. Pensé que tendría frío,
me quite la camisa y se la intente poner, pero con una de sus manos me aparto.
Seguí mirándola, intente adivinar desde cuando estaba ahí,
en que momento había llegado e incluso le susurre lo bella que me parecía. Pero
ni se inmuto, parecía una roca más, una parte integrante de aquella playa, de
aquella noche.
Pasado cierto rato volví a mirar el mar, cerré los ojos y me
pregunté en silencio que había cambiado esa noche, ese año, para que hubiera
aparecido ella. De repente un suspiro, ven me dijo casi en silencio, acompáñame.
Me cogió de su mano y entramos en el mar.
Fue mi último suspiro, mi último verano.