miércoles, 22 de junio de 2022

Uno de mis abuelos se llamaba Tomas.



Entre los dos siempre hubo algo especial. Recuerdo las largas charlas y los días de poda juntos.

Aquel adolescente siempre admiró el amor con que realizaba cualquier cosa y la asombrosa capacidad de trabajo que tenía.

Esta noche, en medio de dos sueños, me he acordado de él.

Entonces no fui capaz de expresarle la profunda admiración que me producía, el orgullo que sentía cuando por la calle caminaba a su lado.

En alguna de esas charlas me habló de la guerra, de cómo entró en ella como prácticamente todos los que participaron, de todas las miserias que pasó y se vio obligado a realizar para subsistir, del tiempo que lo tuvieron en la cárcel cuando esta acabó, de la vida y del futuro.

Pero lo que más admiraba de el, era su carácter. Me contagió la alegría, las ganas de vivir y esa sonrisa eterna que solo pueden tener las personas que han sufrido más de lo imaginable y aun así han continuado queriendo a los demás.

Su mayor legado fue enseñarme a amar las cosas más simples y a tratar todo con la mayor ternura, mostrándome la belleza que se esconde detrás de cada una de ellas.

Hoy quiero darle las gracias por conseguir que sea como soy ahora, por su sonrisa y por ser una de las personas más maravillosas que he conocido.

Por eso en los momentos que la desesperación me vence pienso en él y recordando su sonrisa le digo “gracias abuelo”.



miércoles, 1 de junio de 2022

Coche 7, asiento 7C




Aunque habitualmente los viajes en tren le apasionaban, aquel día estaba cansado. Lo cierto era que estaba deseando llegar a casa, poner en su estéreo la Traviata, cerrar los ojos y acurrucarse en el sofá con un gin tonic en su mano.

Y le apasionaba observar el comportamiento y las costumbres de sus compañeros de vagón. Poco a poco se familiarizaba con movimientos, con ruidos y hasta olores que le transportaban a una época lejana de su memoria, en la cual se imaginaba inmerso en una historia de pasiones y asesinatos en el Orient Express.

Pero aquel día no podía sospechar que sería distinto a todos los anteriores.

Llegó justo a la estación, pasó el control y bajó corriendo al andén. Coche 7 asiento 7C, decía su billete.

Con su pequeña maleta y la cartera que le acompañaba a todas partes buscó su asiento y se sentó. Saco el ordenador y lo conecto a su móvil. En un momento se sumergió en los últimos correos recibidos, nunca se cansan de enviar correos, no quiero ni pensar si hace veinte años hubiera habido tal tráfico de cartas.

Unos minutos después se acercó por el pasillo una esbelta mujer. Avanzaba poco a poco buscando su asiento. Al llegar a su altura se detuvo.

Un hola suave salió de su boca. En su pecho colgado como en la bolsa de un marsupial un bebé dormido. Creo que soy su compañera de viaje, le susurro. En aquel momento la miro a la cara y se sorprendió por su belleza, una belleza simple, sin colores.

Casi ni reaccionó, otro pasajero le ayudó a subir la maleta. En unos segundos se acomodó a su lado y la volvió a mirar. Cada vez que sus miradas se cruzaban ella sonreía. Poco a poco abrió su vestido y una niña brotó de él. Apenas llegaría al año, la miro y le pareció igual de bella que su madre. Cuántos años habían pasado desde que sus hijos tuvieron esa edad, ya casi ni lo recordaba.

Pero lo que más le llamó la atención era la calma que esas dos personas desprendían, serán madre e hija, supuso.

En un momento la niña le miró, en ese momento se dio cuenta de que no había dejado de mirarlas un solo instante desde que aparecieron. La niña le sonrió, le ha caído bien, dijo su madre, y no suele pasar a menudo.

Desde aquel instante no dejo de mirarlas, de jugar con la niña, de sonreírles. Él, esa persona tan seria, había sido cautivado por aquellas dos sonrisas.

Un par de horas después llegó a su destino, nada más despedirse supo que desde aquel momento siempre las echaría de menos…