domingo, 28 de agosto de 2016

Jamás me había sentido tan mal…



Un amigo fue quien me lo propuso, ven mañana te presentare unos amigos que tienen tus mismas ideas, me dijo.

Y lo acompañe.

Eran otros años y aramos jóvenes, lo cierto es que en la uni se respiraba un ambiente muy propicio y cada día varias asambleas nos hacían sentirnos importantes.

Nada más llegar se quedaron asombrados, mi nombre me precedía, es un honor, dijo uno de ellos.

Por supuesto lo ignore, a mi lo que me importaba entonces eran otras cosas. Pensé en mi carnet de identidad secuestrado por la guardia civil en una de las últimas movilizaciones y sonreí.

Eran buenos tiempos, era joven y a veces feliz y mi lucha significaba todo para mi.



Mire aquella circular, sentí deseos de romperla pero no pude, mire a mi alrededor y solo encontré miradas vacías, sonrisas fúnebres y tristeza.



Poco después me integre en la dirección de aquella asociación, creía que todo era posible, todo. Y poco a poco confundí el mundo con mis ideas. Surgió el deseo y después el amor, todo era parte de una lucha, de nuestra lucha que para nosotros era entonces lo única importante hasta que…



Estaba harto, ¿dónde estaba aquel luchador convencido de sus ideas?




En una asamblea uno de los compañeros les habló del partido, poco a poco la idea les convenció ¿qué mejor manera de continuar así la lucha.  El estaba convencido de sus ideas y no se dejaría influir por nadie.

Después vinieron las elecciones y poco a poco sus ideas se fueron matizando, el fondo, se repetía, no había cambiado…



Eso era ayer, esta mañana me ha encontrado con un espejo al entrar en la sala de las comisiones, me he mirado en el y no he visto nada.

¿dónde esta ese luchador, ese enamorado de sus ideas, de sus palabras y de sus convicciones? ¿dónde esta?

Me he sentado en la presidencia, mi rostro desencajado, mi mirada perdida intentando buscar un ayer e imaginar un mañana,


¿Qué he hecho? ¿dónde está esa persona?


Unas horas después, impertérrito he iniciado la rueda de prensa.









miércoles, 24 de agosto de 2016

La estantería



Sofi tenía 39 tarros en la estantería. Todos eran iguales menos uno que era el doble de grande que los demás. Estaban situados justo enfrente de su mesa de trabajo.

A Sofi le gustaba levantar su mirada en medio de sus largas jornadas de trabajo y encontrar sus tarros meticulosamente ordenados frente a ella.

Su mirada volaba entonces ayudada por el azar a uno de ellos y pensaba en las maravillas que encontraría en su interior.

Día tras día seguía la misma rutina, un café en el patio interior junto a las plantas del jardín de la oficina imaginando quién fue el artífice de aquel maravilloso jardín y al entrar su mirada siempre recorría aquella estantería, como temiendo que ya no estuviera allí, que solo fuera un maquiavélico efecto de su imaginación.

Docenas de veces había pensado en abrir una al azar pero le daba miedo, ¿porque esta y no la otra? siempre se preguntaba lo mismo.

Pero aquella mañana Sofi decidió abrirlas todas, una a una, e ir descubriendo lo que tenían en su interior. La primera le devolvió un aroma, el aroma de la crema que uso hace bastantes años, aun sin quererlo le trajo recuerdos de un verano en el que creyó haber encontrado la felicidad, esa felicidad que se trunco unas semanas después y que acabó siendo solamente el reflejo de lo que pudo ser.

Cada vez que abría un tarro, este y su contenido terminaban indefectiblemente en la papelera, Sofi absorbía los recuerdos, los aromas, las sensaciones de unos recuerdos que había olvidado que era una parte, la parte mas importante de ella, de sus sueños y de sus esperanzas, de sus amores y de sus rencores.

Así era ella.

Cada tarro le servía para encontrarse, para recordar los recuerdos olvidados y sobre todo para saber que, a pesar de no sospecharlo, solo quería haber sido feliz, muy feliz.

Día tras día la persona que se ocupaba de la limpieza de su despacho sentía desgarrarse su corazón al observar en la papelera los botes y su contenido. Su trabajo le había hecho cómplice de aquel encuentro, de aquella aventura que vivía Sofi al terminar su jornada de trabajo.

Aquel día esta persona entro a la oficina mucho antes de su jornada habitual. Solo quedaba un tarro, el tarro mas grande y temía verlo junto con su contenido en la papelera.

Pero ese día erro.

Lo que nunca supo es que Sofi había abierto ese tarro y al ver su contenido supo que su aventura había terminado. Aquella persona que empezó a abrir esos contenedores era distinta a la que había comenzado a abrir ese primer tarro. Había asumido su vida, sus alegrías y sus temores, había nadado en problemas llegando a la orilla.

Sus dudas del comienzo se habían convertido en sosiego y una paz interior como nunca había soñado inundaba sus pensamientos.

Ese era su tarro, su único tarro y no se desprendería de él jamás.



Jamás




domingo, 14 de agosto de 2016

Mis alas



Tenía alas. 

Eran blancas, muy grandes y llenas de plumas. Apenas las cuidaba porque siempre estaban ahí.

Al acostarse desaparecían, era un misterio, pero al salir de la ducha allí estaban, perfectas y radiantes.

Tenían algún problema pero no era muy importante.

El primero es que no podía rascarse la espalda, el segundo es que al abrirlas tiraba su sombrero.

Aquella mañana decidió salir de casa, temía el frio ya que no podía ponerse camisas ni jerséis y le preocupaba también la reacción de las personas que lo vieran en la calle.

No se lo pensó dos veces y salió.

Pasaba desapercibido por lo que se tranquilizo, es increíble, pensó, a nadie le chocan mis alas. Al llegar al final de la calle las extendió.

Se sintió maravillosamente, pensó en ascender a algún tejado para comprobar su funcionamiento, pero no sabía utilizarlas.

Quizás podría probar en una ladera, miro alrededor y localizó a lo lejos un parque con una ladera terminada en un lago. Se dirigió a ella.

Hizo varias pruebas, poco a poco conseguía alcanzar altura, en uno de los intentos cayó al lago, que fría estaba el agua.

Reacciona, oyó.
A la vez unos intensos zarandeos,
¿cómo pudiste tomar esto? Le preguntaron.

Dejadme seguir con mis alas, fueron sus últimas palabras.

Todo se hizo azul...






miércoles, 10 de agosto de 2016

Miércoles por la mañana.



Suena el despertador pero ya hace mas de una hora que estoy despierto. Me enfado y le doy un manotazo.

Abro la ducha y me miro al espejo, cada día estoy más viejo, murmuro. Una ducha rápida y me pongo en marcha. Un vistazo a las noticias y a los teléfonos. 

Salgo de casa como cada dia a las seis.

Mi conductor tiene el Bentley en la puerta. Me acomodo y observó cómo recorre solitario las calles y avenidas, me dejo invadir por mis bostezos y el afán de encontrar una emisora con noticias. Todos los días la misma historia.

Llego a la calle de mi oficina, ni un alma. Me espera a la puerta Antonio, los saludos de rigor, el ascensor me sube a la planta diecisiete, miro la oficina vacía, que pena…

Me siento y activo los dos ordenadores de mi mesa. Ojala no arranquen, pienso cada día, pero al momento ya están pidiéndome que me valide.

¿Quién habrá sido el imbécil que habrá decidido cual es mi nombre de usuario? Una contraseña y adelante. Tiene 133 notificaciones me dice uno de ellos. 

Suspiro.

Cuando abro el correo me pregunto quien o quienes serán los descerebrados que han estado trabajando desde que me fui pasadas las nueve de la noche, rabio y con eso me quedo.

Tendría que haber ordenado que cambien las máquinas de café, detesto su ruido. Después de leer los correos más importantes miro por la ventana, poco a poco las calles se pueblan de gente. Echo de menos algo o alguien pero no se que.

Poco antes de las ocho empiezan a llegar los directores, oigo ordenadores arrancar y cuchicheos pero ninguno se acerca a saludarme, pero hoy sonrío, jaja, tengo que esperar... echo mi sillón hacia atrás y contemplo el techo satisfecho.

A las ocho y cuarto entro por mi puerta directa a la sala del consejo. Me siento, hago una señas a Julia mi secretaria, ven le digo, estás preciosa hoy, gracias don Rafael, me dice mirando al suelo y ruborizándose. Por favor que traigan café, leche y unas pastas. Ahora mismo, me contesta.

En unos minutos van entrando todos los directores, me saludan cortésmente, a alguno le llama la atención mi sonrisa satisfecha.

Mientras sirven los cafés me preparo para mi gran día.

Queridos amigos, muy buenos días, les susurro. 

Hoy es un gran día para mi, mañana confío la dirección de la empresa a este consejo. Escucho un murmullo que dejo fluir, si, oís bien he decidido cambiar de vida. Por lo tanto una vez que salga por esa puerta todo mi grupo estará en vuestras hábiles manos.

Me repantingo en el sillón, me encanta observar esas caras y esas reacciones, espero, los contemplo, ya empiezan a crearse grupos y líderes. Interrumpo, por favor, les digo, aun no me he marchado.

Sonrío, si les parece bien me ausento en este momento y así voy preparando mi marcha.

Se abalanzan hacia mi, manos que nunca había tocado, abrazos fríos y palabras forzadas me rodean.



Lo que no saben es que desde ayer soy el propietario del 53 por ciento de este grupo de empresas y un nuevo administrador elegido por mi vendrá mañana.



Me gustaría ver vuestras caras pero paso…




https://www.youtube.com/watch?v=M7DUXmk42n8


viernes, 5 de agosto de 2016

La habitación


A Julia le había quedado bien claro tras el último Consejo: todos aquellos hoteles de la cadena con más de tres años de pérdidas se verían obligados a cerrar. Y el suyo era uno de ellos. La crisis había llegado también a su especialidad, al llamado “turismo de buceo” y Julia no sabía cómo luchar para salvar su negocio: un maravilloso hotel situado en el mejor paraje de la isla.

Cogió las gafas de bucear que guardaba siempre en el cajón y salió de su despacho.

—Vuelvo en una hora—, le dijo al chico de recepción.

Antonio solía tardar poco más de una hora en recorrer su “sendero de reflexión”. Dejó dicho en recepción que volvería en ese intervalo de tiempo, se calzó sus botas de montaña y acometió el camino dispuesto a encontrar una solución al dilema: su alojamiento rural se encontraba en el punto de mira de la cadena hotelera a la que pertenecía.

Llevaba varios años con malos resultados y tenía que salvarlo como fuera. A mitad de recorrido decidió coger un atajo porque el sol estaba empezando a ocultarse. Se metió por una acequia que conducía hasta un campo de cultivo. Al llegar a él, se dio de bruces con algo. Cayó a la tierra. Gritó aterrorizado.

No sabía de qué se trataba. Se incorporó como pudo y entonces lo vio: un espantapájaros, un simple espantapájaros que la oscuridad había vuelto aterrador. Antonio nunca llegaría a entender como la gente podía disfrutar viendo películas de miedo... O quizás sí. ¿Por qué no? Sonrió ante la idea que se le acababa de ocurrir. 

Julia no pudo evitar reírse ante su propia ocurrencia. Casi pierde el tubo. Unas burbujas se escaparon hacia la superficie. Siempre se había sentido muy cómoda bajo el agua, sin más sonido que su respiración, pausada, constante; plenamente consciente de su cuerpo fluyendo en el agua. Unos pececillos de colores pasaron a su lado, una estrella de mar de color rojo sobre una roca. Y fue entonces, al recordar que su primera película había sido una de Cousteau en lugar de una de Disney, cuando tuvo la feliz idea. ¿Quién pondría en duda si el conocido científico se había alojado o no en su hotel? Al fin y al cabo ella sabía a ciencia cierta que Jaques Cousteau había buceado por aquellas aguas… No tenía nada que perder. Y sí mucho que ganar.

Volvió a su despacho con el pelo todavía mojado. Encendió el portátil, un par de comentarios en algún blog de buceo, algún otro en asociaciones de amigos del investigador francés. Y voila. Julia estaba segura de que iba a funcionar.

—Ha tardado usted menos de una hora—, le dijo el chico de recepción a Antonio.
El chaval no hizo ningún comentario sobre la ropa manchada de barro o sobre los rasguños en la frente. Antonio se encogió de hombros y le sonrió antes de encerrarse en su despacho para urdir el plan. Inventarse un fantasma era tarea fácil.

Pidió la habitación número veinticuatro situada en la última planta. Los demás detalles eran sencillos: ruidos a media noche, algún desconchón en la pared… Nada que pudiera perturbar a los huéspedes habituales, pero si que atrajera a los amantes del esoterismo.

Antonio estaba seguro de que daría resultado. 

**********************************************************

“Estimados Señores, nos es grato presentar el informe financiero del año que acabamos de cerrar. Como pueden observar en la gráfica que tienen en estos momentos en sus pantallas, existe un punto de inflexión en los resultados globales de la empresa.

Entre los hoteles que más han contribuido a este claro cambio de tendencia, logrando, no solo compensar sus cuentas de resultados negativas, sino obteniendo además excelentes beneficios en el ejercicio actual, destacan el Estrella de Mar y el Acequia (…)”.

Julia y Antonio, sentado cada uno en una punta de la Sala de Juntas, sonríen satisfechos. No pueden dejar de mirar las barras del gráfico que resaltan los buenos resultados de sus hoteles: la barra del Estrella, roja; la del Acequia, verde. 

EPÍLOGO:

—¿Es usted la directora del hotel?—, pregunta a Julia un joven desde la puerta de su despacho. Por su aspecto, se trata de un claro ejemplo de “turista de buceo”
—Sí, ¿en qué te puedo ayudar? 
Julia le tutea conscientemente. Se levanta y, tras quitarse un mechón de la frente, le adelanta la mano. El joven se la estrecha decidido, tiene la piel muy bronceada.
—Bueno, en realidad es una tontería, pero es que estoy alojado en la habitación veinticuatro y…
—¿Hay algo averiado? ¿Falta alguna cosa?
—¡Está encantada!
—¿Cómo?
—Encantada, ¡habitada! Escucho ruidos a medianoche, hay un desconchón en la pared… 
Julia se echa a reír. Se para en seco cuando se da cuenta de que el chico se ha quedado mirándola muy seriamente.
—Bueno, en fin, podemos cambiarte de habitación. Ningún problema, todavía queda alguna libre.
—No, no, ¡si me flipan los fantasmas! —, esta vez es el chaval el que se ríe con ganas.

Turista de buceo, y friki, piensa Julia.

Mientras tanto, en la otra punta del país, Antonio ha encontrado por fin el momento para ordenar su escritorio, los últimos meses habían sido una auténtica locura. Vacía el contenido del primer cajón sobre la mesa y, entre todos los papeles, aparece una fotografía dedicada: «Pour mon ami Antonio, affectueusement».

Un anciano de pelo blanco, con gafas y boina roja, sonríe desde un barco. El mar al fondo. Antonio recuerda la última vez que Jaques se alojó en el Acequia, justo un año antes de morir.


Era un gran enamorado de la comarca. Gracias a la complicidad del director, siempre pudo mantener allí el anonimato, disfrutar de unos días de retiro, lejos de periodistas y admiradores. Antonio separa la fotografía del resto de papeles y la guarda de nuevo en el cajón.