El soldado se acerca a la salida.
Me cambio de posición frente al televisor, quizá por los nervios.
Unos pasos atropellados resuenan en el pasillo, acercándose a la puerta. Mi madre no está. Ojalá pasen de largo, pienso. Pero entonces suena el timbre, insistente, y alguien empieza a aporrear con fuerza.
La figura del soldado que aparece al otro lado me recuerda a los de mi videojuego.
—Déjame pasar y escóndeme. Tengo que curarme —me dice, con la voz rota.
Lo guío hasta la cocina. Su sangre deja un rastro oscuro que lo mancha todo.
—Dame algo de comer —susurra.
Abro la nevera: apenas hay nada, pero le sirvo un vaso de leche. Lo bebe temblando, como si fuera lo único que lo mantuviera en pie.
De repente, vuelven a oírse pasos al otro lado de la puerta, más rápidos, más decididos.
—Tengo que irme —murmura. Y, sin darme tiempo a reaccionar, salta por la ventana y desaparece corriendo, como si el mismo diablo lo empujara.
Instantes después, escucho de nuevo ruidos en el pasillo, pasos que van y vienen. Me acerco a la ventana, pero no me atrevo a asomarme.
Entonces noto que despierto.
Es increíble lo que he soñado. Quizá debería hacer más caso a mi madre y dejar de jugar tanto a la Play.
Siento sed. Me levanto y voy hacia la cocina.
Y allí me quedo helado.
Encima de la mesa, donde debería estar todo en orden, hay un puñal. Y junto a él, una nota escrita con una sola palabra: “Gracias.”