domingo, 2 de noviembre de 2025

El puñal

El soldado se acerca a la salida.

Me cambio de posición frente al televisor, quizá por los nervios.

Unos pasos atropellados resuenan en el pasillo, acercándose a la puerta. Mi madre no está. Ojalá pasen de largo, pienso. Pero entonces suena el timbre, insistente, y alguien empieza a aporrear con fuerza.

La figura del soldado que aparece al otro lado me recuerda a los de mi videojuego.

—Déjame pasar y escóndeme. Tengo que curarme —me dice, con la voz rota.

Lo guío hasta la cocina. Su sangre deja un rastro oscuro que lo mancha todo.

—Dame algo de comer —susurra.

Abro la nevera: apenas hay nada, pero le sirvo un vaso de leche. Lo bebe temblando, como si fuera lo único que lo mantuviera en pie.

De repente, vuelven a oírse pasos al otro lado de la puerta, más rápidos, más decididos.

—Tengo que irme —murmura. Y, sin darme tiempo a reaccionar, salta por la ventana y desaparece corriendo, como si el mismo diablo lo empujara.

Instantes después, escucho de nuevo ruidos en el pasillo, pasos que van y vienen. Me acerco a la ventana, pero no me atrevo a asomarme.

Entonces noto que despierto.

Es increíble lo que he soñado. Quizá debería hacer más caso a mi madre y dejar de jugar tanto a la Play.

Siento sed. Me levanto y voy hacia la cocina.

Y allí me quedo helado.

Encima de la mesa, donde debería estar todo en orden, hay un puñal. Y junto a él, una nota escrita con una sola palabra: “Gracias.”


viernes, 31 de octubre de 2025

Me hubiera gustado ver nevar en París…



Subí las escaleras. Ya podía ver la Basílica del Sagrado Corazón muy cerca de mí.


Aún me dolían las piernas por los ciento noventa y siete escalones que había subido para llegar a la plaza du Tertre, y por el recorrido entre las estrechas y empinadas callejuelas del barrio de Montmartre que me habían traído hasta aquí.


Me había quedado maravillado con las obras de arte expuestas en la plaza. En cada una de ellas creí reconocer tus ojos, pero turbado por tu recuerdo, no fui capaz de encontrarlos.


Seguí subiendo. Pensaba que, cuanto más me alejara, menos presente estaría tu imagen, pero una vez más me equivocaba.

Poco a poco llegué a la explanada de la Basílica, y su majestuosidad me dejó sin aliento. Era Navidad.


Siempre había soñado con ver París bajo la nieve. Adoraba la nieve, y verla cubriendo aquella ciudad debía de ser una experiencia inolvidable.

Yo no sabía entonces que jamás volvería, que aquel día sería la última vez que mis pasos tocarían las calles de París.


Recuerdo cuando comenzó aquel sueño.

La primera vez me hizo gracia: me veía subiendo contigo unas escaleras que no terminaban nunca, aunque no me fatigaban.

Y justo cuando el cansancio me hacía querer volver atrás, aquella figura aparecía ante mí. Entonces tú desaparecías, y yo caía al vacío.


Una y otra noche el mismo sueño se repetía, y acabó por atormentarme.


Fue entonces cuando te perdí. Dejaste de ser mi compañera de susurros y de vida, mi razón de ser y también mi desasosiego, para convertirte en la compañera ausente de esas largas noches que me condenaban al insomnio y al recuerdo.


Aquel tormento duró un tiempo. Poco a poco se fue desvaneciendo, como lo hiciste tú, confundida entre la niebla de la vida, entre una sonrisa que hace unos meses me parecía apenas un espejismo.


Etérea.

Como la vida que ahora, años después, me abandona por momentos.


Me hubiera gustado ver nevar en París…

sábado, 25 de octubre de 2025

La estantería



Sofi tenía treinta y nueve tarros alineados en la estantería.

Todos eran idénticos, menos uno: el último, el doble de grande, como si guardara dentro un secreto incapaz de ser contenido.

Colocados justo frente a su mesa de trabajo, parecían observarla en silencio.

A Sofi le gustaba alzar la mirada en mitad de sus largas horas de oficina y encontrarse con aquella hilera impecable. Sus ojos, siempre guiados por el azar, se detenían en uno cualquiera, y entonces imaginaba qué prodigio, qué recuerdo, qué vida posible podría esconder en su interior.

La rutina era siempre la misma: un café en el patio interior, junto a las plantas del pequeño jardín, mientras se preguntaba quién habría sido el arquitecto de aquel refugio vegetal que la hacía sentir tan lejos del mundo. Al regresar a su despacho, la estantería la recibía como un viejo ritual, con la inquietud constante de que un día desapareciera, como si todo hubiera sido un espejismo.

Más de una vez pensó en abrir uno.

Solo uno.

Pero la duda —esa duda que conoce todos los retrasos del alma— siempre la detenía:

—¿Por qué este y no otro?

Aquella mañana, en cambio, Sofi decidió hacerlo.

Abrirlos todos.

Uno por uno.

Sin miedo.


El primer tarro liberó un aroma suave, antiguo: la crema que había usado en un verano en el que creyó haber encontrado la felicidad. Pero la memoria, siempre caprichosa, le recordó también cómo aquella felicidad se había quebrado, dejándole en las manos solo el eco de lo que pudo ser.

Con cada tarro, Sofi recuperaba algo de sí misma: un amor, un miedo, un deseo, un fracaso. Absorbía los recuerdos como quien respira después de mucho tiempo bajo el agua. Y cuando cada frasco quedaba vacío, terminaba roto en la papelera, como si al destruirlo también deshiciera el peso que llevaba dentro.

La persona encargada de la limpieza, testigo involuntaria de aquel rito, sentía una punzada en el pecho cada vez que veía los tarros rotos. Sin saber cómo, se había convertido en cómplice silenciosa de la extraña travesía de Sofi.


Una mañana, entró antes de tiempo.

En la estantería solo quedaba uno: el grande.

El más enigmático.

El que todos los días temía encontrar roto en la papelera.

Pero esa vez, se equivocó en su presagio.


Lo que jamás supo es que Sofi, la tarde anterior, había abierto por fin el último tarro… y al ver su contenido, comprendió que su viaje había terminado. La mujer que había destapado el primero de aquellos frascos ya no existía. Había atravesado sus luces y sus sombras, había navegado entre culpas, recuerdos y ausencias, y por fin había alcanzado tierra firme.

De pronto, sus dudas se habían transformado en claridad.

Su inquietud, en calma.

Su miedo, en una paz profunda, casi sagrada.

Aquel no era un tarro más.

Aquel era su tarro.


El único.


El que no pensaba romper jamás.


Jamás.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Cuando desperté



Cuando desperté ella no estaba ya. Me acerqué a la cocina y desayuné, en la ventana del salón había un sol maravilloso así que me senté en el sofá y me dejé inundar por él.

Poco a poco mis ojos se cerraron y apoyada mi cara en el tejido caliente me sumí en un sueño reparador.

Tiempo después desperté, tenía hambre por lo que me dirigí a la cocina y comí.

Sonia no volvería hasta horas después y la casa se me antojaba vacía. Recorrí el pasillo pensando en ella, la cama hecha, todo en silencio, me paré delante de la ventana del salón y el calor me reconforto.

Segundos después mis ojos se cerraron, era tal la calma que no me pude resistir. Pasaron las horas y de repente oí la puerta. Tú regresabas. Te salí a recibir, me dijiste que te cambiabas y que pronto estarías conmigo.

Yo te observaba, jamás hubiera podido contradecirte, saliste al salón y te acomodaste en el sofá, yo me puse a tu lado, recuerdo que me acariciabas mientras yo me sentía feliz.

Me puse a ronronear y tú me dijiste que eras mi cielo, mi amor, mi sonrisa. Yo me acerqué a tu regazo y dejé que tus manos me acariciaran…


No quería nada más…




jueves, 12 de diciembre de 2024

Elena Serra

Caminaba por la calle y vi a una anciana que se apoyaba en la pared delante de mí. Me acerque y le pregunte si todo iba bien, me mareo, respondió. La cogí de la mano y le ayudé a sentarse en el suelo. En un momento varias personas se acercaron a ver qué pasaba, llame al 112. Enviaron una ambulancia, le di mi nombre y le dije que si la trasladaban al Clinic preguntara por mí. Le explique que era la responsable de Urgencias y que estaría pendiente de su ingreso.

Avancé unos metros y sentí la admiración de los asistentes a mi acción, unos me alababan y me sonreían, otros me señalaban con su mirada. Poco a poco abandone el lugar para dirigirme a mi casa.

Yo, Elena Serra, casada con Jordi Amare, ama de casa con tres hijos y heredera de mi padre, Joan Serra, una de las personas más ricas de Lleida, necesitaba algo más que ser esa abnegada ama de casa. Estaba Nuria que se encargaba de los niños y de la casa, Dolores que se encargaba de las comidas y Sole que, teóricamente estaba a mi servicio, pero todo esto me aburria. Necesitaba algo más, por eso poco a poco empecé a adoptar personalidades que me hubieran gustado tener en mi vida.

Esta, la de la doctora era la que mas me gustaba, pero había probado con otras, la de abogada. Recuerdo que recorría los pasillos de la Ciudad de la Justicia con mis pantalones ajustados, mi chaqueta y un maletín. Dentro de el muy pocas cosas, me encantaba sentarme en la cafetería y escuchar, a veces en una mesa próxima los lamentos de personas que se quejaban de altos precios de abogados, perdone, interrumpía, soy Elena Hernández, fundadora y socia de Hernández y Soria abogados, le paso mi tarjeta, nosotros la representaremos y mucho mas económicamente, somos especialistas. 

Una tarjeta con datos y números falsos pero que por un momento habían creado en mí una ilusión etérea pero verdadera, de una vida que no existía pero que estaba en mi imaginación. Ahora estaba con la medicina, después no sé, vendría otra etapa en la cual yo, Elena Serra, seria algo mas de lo que soy ahora, una madre desocupada que ve crecer a unos hijos distantes con un marido para el que solo soy la heredera de Joan Serra…




jueves, 14 de noviembre de 2024

Era de provincias.

Desde pequeño su madre se lo hizo saber. 

El día en que su padre habló con el profesor del pueblo  y le recomendó ir a la escuela de trabajo se sintió dichoso. Será un excelente mecánico, concluyó este, mientras le acariciaba fuertemente la cabeza.

Cuando pisó aquella escuela noto que le faltaba el aire, aquellos primeros días empeñados en manejar una sierra y una lima le apesadumbraron, le hacían añorar el silencio de la nada, el hablar de las cosas.

El tercer año dijo basta, era un bicho raro en aquella escuela. Mientras él devoraba libros en un rincón del patio, sus compañeros hablaban de fútbol y de chicas detrás de caladas de cigarros riéndose de él.

Aquella no era su vida, no era su mundo.

Sintió como una aguja el disgusto de su madre, las miradas hirientes de su padre, pero era su vida. Incluso aguanto con pesar aquella palabra de afeminado que salió involuntariamente de la boca de su padre. 

Solo pensó en bajar sus ojos y sentir como le inundaba la tristeza.

La hermana de su madre lo busco y le ofreció su hombro, sabes, le dijo, yo siento lo mismo que tú, pero no tuve el suficiente valor para revelarme. Después de una conversación inundada de lágrimas y de miradas lo decidió.

Cogió el poco dinero que tenía y lo junto con el que le había prestado su tía, monto en aquel autobús y se marchó. Aquella temporada fue terrible, innumerables veces estuvo tentado de volver pero aguanto.

Aquella mujer le marcó el camino, lo encontró un día en la calle ojeroso, terriblemente delgado y se compadeció de él. Era la esposa del notario, una mujer ya entrada en años, pero a él le pareció su segunda madre.

Poco a poco lo metió a trabajar con su esposo y lo animó a estudiar. Solo quiero que me recites versos los martes, esta será mi única condición.

Unos años después falleció. 

Doña Ana, que así se llamaba, le rompió su ya maltrecho corazón. El marido que era conocedor de la estrecha relación que mantenían le animó a recitar unos versos el día en que le dieron sepultura.


Tantas veces fuiste mis ojos,

Tantas veces fuiste mi rutina

Que ahora se me nubla la vista

Y no sé qué hacer, que pensar, a quien amar


Me has dejado solo en este mundo

Te has llevado contigo la dulzura

Me has privado del aliento

De tus ojos, de tus palabras, de tu hermosura


Años más tarde ganó un conocido galardón con uno de sus libros. Cuando le entregaron el premio no nombró a sus padres allí presentes, solo tuvo una frase para agradecerlo.

"Este premio se lo debo a unos ojos que me acompañaron siempre, a una sonrisa y a una persona. Tú fuiste para mí el sosiego, las ganas de vivir y la belleza. 

Tú fuiste la responsable y a la vez la culpable de mi éxito"


Solo tú

sábado, 2 de noviembre de 2024

La llave


Todas las tardes volvía del trabajo por aquella calle. Recordaba que tenía una gran actividad pero desde hacía unos años empezaron a cerrar algunos comercios. La frenética actividad había dado paso a una cierta imagen de desamparo y abandono.

Esa tarde la recorría sin prisa, después de un intenso día de trabajo en la oficina quiso tomarse un tiempo antes de llegar a casa. Una casa, por cierto tristemente vacía.

Pasaba por delante de aquella puerta y la vio. Allí, insertada en la cerradura, una llave asomaba. Estaba adherida a un llavero con forma de cruz, una enorme cruz. En ella serigrafiado ponía “Ego in finem vitae”

Me paré y mire alrededor, estaba solo y anochecía. Todos los días pasaba por aquí y jamás me fijé en que existía una puerta. Lo cierto es que tampoco recuerdo lo que había aquí.

Unos periódicos oscurecidos por el sol tapaban los cristales. Saqué mi teléfono y con su luz intente observar con más detalle, pero no fui capaz de hacerlo. 

Perplejo, así la llave y la giré empujando la puerta.

Me sorprendí por mi audacia y a la vez por mi poca cabeza, ¿Qué se me había perdido a mí allí? Me asomé y alumbre con mi teléfono. Fue increíble, parecía que me había trasladado a otro mundo.

Era una sala inmensa llena de antiguo mobiliario. Si no hubiera sido porque estaba allí hubiera pensado que aquello era una broma. Di un par de pasos, hacía un frío helador que no se correspondía con la suave temperatura que había en la calle, será por estar cerrada, pensé.

Apague la luz y deje que mis ojos se acostumbraran. Entraba una tenue luz por las ventanas que cada vez me pareció mayor. Avance hacia el fondo, de repente descubrí una puerta rodeada de una franja de luz que variaba al ritmo de una vela.

Aunque mi razón me impulsaba a marcharme, una maravillosa sensación me empujaba hacia aquella luz. Poco a poco avanzaba sintiendo mi corazón golpear cada vez con más fuerza mi pecho. 

Estaba a punto de llegar a ella cuando sentí que algo me tocaba el hombro, gire mi cabeza y…



Unos días más tarde, al llegar los obreros a aquel local para comenzar unas obras se encontraron una macabra imagen. Un cuerpo yacía asido por el hombro con una de las estanterías. La expresión de sus ojos era de terror y tenía todos sus miembros completamente ajados. Puertas y ventanas estaban tapiadas por lo que no se explicaron por dónde había podido entrar.

La policía que acudió se quedó perpleja, otra cosa inexplicable, murmuró uno de sus compañeros, desde que cerraron esta casa hace unos años hemos tenido varios casos así.  


Se metió las manos en los bolsillos y se marchó.