viernes, 31 de octubre de 2025

Me hubiera gustado ver nevar en París…



Subí las escaleras. Ya podía ver la Basílica del Sagrado Corazón muy cerca de mí.


Aún me dolían las piernas por los ciento noventa y siete escalones que había subido para llegar a la plaza du Tertre, y por el recorrido entre las estrechas y empinadas callejuelas del barrio de Montmartre que me habían traído hasta aquí.


Me había quedado maravillado con las obras de arte expuestas en la plaza. En cada una de ellas creí reconocer tus ojos, pero turbado por tu recuerdo, no fui capaz de encontrarlos.


Seguí subiendo. Pensaba que, cuanto más me alejara, menos presente estaría tu imagen, pero una vez más me equivocaba.

Poco a poco llegué a la explanada de la Basílica, y su majestuosidad me dejó sin aliento. Era Navidad.


Siempre había soñado con ver París bajo la nieve. Adoraba la nieve, y verla cubriendo aquella ciudad debía de ser una experiencia inolvidable.

Yo no sabía entonces que jamás volvería, que aquel día sería la última vez que mis pasos tocarían las calles de París.


Recuerdo cuando comenzó aquel sueño.

La primera vez me hizo gracia: me veía subiendo contigo unas escaleras que no terminaban nunca, aunque no me fatigaban.

Y justo cuando el cansancio me hacía querer volver atrás, aquella figura aparecía ante mí. Entonces tú desaparecías, y yo caía al vacío.


Una y otra noche el mismo sueño se repetía, y acabó por atormentarme.


Fue entonces cuando te perdí. Dejaste de ser mi compañera de susurros y de vida, mi razón de ser y también mi desasosiego, para convertirte en la compañera ausente de esas largas noches que me condenaban al insomnio y al recuerdo.


Aquel tormento duró un tiempo. Poco a poco se fue desvaneciendo, como lo hiciste tú, confundida entre la niebla de la vida, entre una sonrisa que hace unos meses me parecía apenas un espejismo.


Etérea.

Como la vida que ahora, años después, me abandona por momentos.


Me hubiera gustado ver nevar en París…

sábado, 25 de octubre de 2025

La estantería



Sofi tenía treinta y nueve tarros en la estantería.

Todos eran iguales, salvo uno, que era el doble de grande que los demás.

Estaban situados justo enfrente de su mesa de trabajo.


A Sofi le gustaba levantar la mirada, en medio de sus largas jornadas, y encontrarse con aquella hilera de tarros meticulosamente ordenados frente a ella.

Su vista, guiada por el azar, se detenía en alguno, y entonces imaginaba las maravillas que podría esconder en su interior.


Día tras día repetía la misma rutina: un café en el patio interior, junto a las plantas del jardín de la oficina, mientras se preguntaba quién habría sido el artífice de aquel pequeño paraíso.

Y al volver a su despacho, su mirada recorría siempre la estantería, como temiendo que un día ya no estuviera allí, que todo fuera solo un capricho de su imaginación.


Más de una vez había pensado en abrir uno, cualquiera, al azar.

Pero el miedo la detenía siempre:

—¿Por qué este y no otro? —se preguntaba.


Aquella mañana, sin embargo, Sofi decidió abrirlos todos.

Uno a uno.

Quería descubrir, por fin, qué guardaban.


El primero le devolvió un aroma: el de una crema que había usado hacía muchos años.

Sin quererlo, el perfume la llevó de nuevo a un verano en el que creyó haber encontrado la felicidad… una felicidad que, poco después, se truncó, convirtiéndose en el reflejo de lo que pudo ser.


Cada vez que abría un tarro, este —junto a su contenido— terminaba en la papelera.

Sofi absorbía los recuerdos, los aromas, las sensaciones…

Eran fragmentos olvidados de su vida: sus sueños, sus esperanzas, sus amores, sus rencores.

Cada frasco le servía para encontrarse, para reconocerse, para entender que, en el fondo, lo único que siempre había querido era ser feliz.

Simplemente feliz.


Día tras día, la persona encargada de la limpieza del despacho sentía un nudo en el pecho al ver, dentro de la papelera, los tarros rotos y su contenido.

Sin saber cómo, su trabajo la había convertido en cómplice silenciosa de aquella extraña aventura que vivía Sofi al final de cada jornada.


Una mañana, esa persona entró antes de su hora habitual.

Solo quedaba un tarro: el más grande.

Temía verlo, como los otros, tirado en la papelera.


Pero ese día se equivocó.


Lo que nunca supo es que Sofi había abierto aquel último tarro… y, al ver su contenido, comprendió que su viaje había terminado.

La mujer que había comenzado a abrir el primer frasco ya no era la misma.

Había aceptado su vida, con sus luces y sus sombras.

Había nadado entre recuerdos, culpas y ausencias… y, por fin, había alcanzado la orilla.


Sus dudas se habían convertido en calma.

Una paz interior, desconocida hasta entonces, llenaba ahora sus pensamientos.


Aquel era su tarro.

Su único tarro.

Y no se desprendería de él jamás.


Jamás.