Faltaba poco para llegar a las doce de la noche. En la calle no quedaba
nadie, sonreí recordando esa señora desesperada que hace unas horas preguntaba
en el súper por uvas para esta noche.
Aquella noche iba a ser distinta, allí estaba yo al lado de aquella cama
sonriendo a mi pesar, -lo importante es la sonrisa- me decía interiormente,
intentando calmar esas lagrimas que luchaban por aparecer.
Hace unos minutos se acercó el médico y negó con la cabeza, mire a mi
padre, creo que en unos pocos días había reducido su altura varios centímetros.
Sujetaba con su mano la de su anciana madre. A sus mas de cien años cualquiera hubiera
dicho que ya era suficiente, pero aquella era su madre y a el le faltaban otros tantos
de poder disfrutar de ella.
Esa misma tarde y con la lucidez que demostraba le había dicho -hijo no
quiero estar aquí, esto está lleno de médicos-. Bonito epitafio para una
persona que jamás había tenido enfermedad alguna, terminar su vida en un
hospital repleto de médicos….
Ven, le dije, tenemos que llevárnosla. El me miro con unos ojos
espectacularmente abiertos, ¿Qué dices? ¿estás loco? Dime que hace aquí, le respondí.
No quiero que sufra, me dijo. Le cogí la mano y lo observe, el que era capaz de
enfrentarse a todo estaba allí frente a mí, derrotado, cabizbajo.
Reacciona, le respondí. Llevémonosla.
Hubo un largo silencio y me volvió a mirar. Su mirada había cambiado en un
momento.
Vamos, me dijo….
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