Sofi tenía treinta y nueve tarros en la estantería.
Todos eran iguales, salvo uno, que era el doble de grande que los demás.
Estaban situados justo enfrente de su mesa de trabajo.
A Sofi le gustaba levantar la mirada, en medio de sus largas jornadas, y encontrarse con aquella hilera de tarros meticulosamente ordenados frente a ella.
Su vista, guiada por el azar, se detenía en alguno, y entonces imaginaba las maravillas que podría esconder en su interior.
Día tras día repetía la misma rutina: un café en el patio interior, junto a las plantas del jardín de la oficina, mientras se preguntaba quién habría sido el artífice de aquel pequeño paraíso.
Y al volver a su despacho, su mirada recorría siempre la estantería, como temiendo que un día ya no estuviera allí, que todo fuera solo un capricho de su imaginación.
Más de una vez había pensado en abrir uno, cualquiera, al azar.
Pero el miedo la detenía siempre:
—¿Por qué este y no otro? —se preguntaba.
Aquella mañana, sin embargo, Sofi decidió abrirlos todos.
Uno a uno.
Quería descubrir, por fin, qué guardaban.
El primero le devolvió un aroma: el de una crema que había usado hacía muchos años.
Sin quererlo, el perfume la llevó de nuevo a un verano en el que creyó haber encontrado la felicidad… una felicidad que, poco después, se truncó, convirtiéndose en el reflejo de lo que pudo ser.
Cada vez que abría un tarro, este —junto a su contenido— terminaba en la papelera.
Sofi absorbía los recuerdos, los aromas, las sensaciones…
Eran fragmentos olvidados de su vida: sus sueños, sus esperanzas, sus amores, sus rencores.
Cada frasco le servía para encontrarse, para reconocerse, para entender que, en el fondo, lo único que siempre había querido era ser feliz.
Simplemente feliz.
Día tras día, la persona encargada de la limpieza del despacho sentía un nudo en el pecho al ver, dentro de la papelera, los tarros rotos y su contenido.
Sin saber cómo, su trabajo la había convertido en cómplice silenciosa de aquella extraña aventura que vivía Sofi al final de cada jornada.
Una mañana, esa persona entró antes de su hora habitual.
Solo quedaba un tarro: el más grande.
Temía verlo, como los otros, tirado en la papelera.
Pero ese día se equivocó.
Lo que nunca supo es que Sofi había abierto aquel último tarro… y, al ver su contenido, comprendió que su viaje había terminado.
La mujer que había comenzado a abrir el primer frasco ya no era la misma.
Había aceptado su vida, con sus luces y sus sombras.
Había nadado entre recuerdos, culpas y ausencias… y, por fin, había alcanzado la orilla.
Sus dudas se habían convertido en calma.
Una paz interior, desconocida hasta entonces, llenaba ahora sus pensamientos.
Aquel era su tarro.
Su único tarro.
Y no se desprendería de él jamás.
Jamás.
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