Apoyó su frente en la ventana y vio como sus suspiros se convertían en niebla sobre el cristal.
La forma de los copos la maravillaban, no sabía cuál de ellos mirar, cuál elegir mientras sus ojos oscilaban frenéticamente de uno a otro.
Su madre le decía a menudo que cuando ella era niña nevaba muchos días, que en casa intentaban resguardarse del frio apretándose con sus hermanos mientras su padre atizaba los pocos troncos de la chimenea con un hierro.
Después siempre esas miradas que cruzaba con su madre, aquellas lágrimas en los ojos.
Sus años, después de conseguir aquel trabajo, la llevaron a la Universidad. Aquella facultad la acercó a un clima más cálido y a un mar plagado de reflejos color oro, ahora añoraba esos atardeceres rojos, esa espuma de las olas, ese aroma a agua.
Pero ella sabía que era de secano, la prueba es que en cuanto terminó de estudiar comprendió que su sitio estaba allí junto a los suyos. Atrás quedaron esos amigos y esa persona tan especial.
Muchas veces se había preguntado qué fue de su vida, donde estaría ahora.
Hoy, como todos los domingos acompañaría a su madre a la Iglesia de Santa Lucía, cuantas mañanas de domingo la había cogido del brazo y habían recorrido aquellas calles.
Pero hoy era distinto, era Navidad, y su padre no las vería salir de casa sonriendo.
Siempre pensé que lo echaría de menos pero no fue así, Se fue una mañana de junio sin casi despedirse, desde aquel día no había visto sonreír a su madre.
Vamos mamá, gritó mientras volvía la cara hacia la puerta de su habitación. Se nos hace tarde, pero su madre no contestó, estaba ensimismada mirando por la ventana, ni se había vestido.
Vamos, le animó.
Hoy no hija, le contestó mirándole a la cara, ni hoy ni ninguna Navidad más…