miércoles, 22 de junio de 2022

Uno de mis abuelos se llamaba Tomas.



Entre los dos siempre hubo algo especial. Recuerdo las largas charlas y los días de poda juntos.

Aquel adolescente siempre admiró el amor con que realizaba cualquier cosa y la asombrosa capacidad de trabajo que tenía.

Esta noche, en medio de dos sueños, me he acordado de él.

Entonces no fui capaz de expresarle la profunda admiración que me producía, el orgullo que sentía cuando por la calle caminaba a su lado.

En alguna de esas charlas me habló de la guerra, de cómo entró en ella como prácticamente todos los que participaron, de todas las miserias que pasó y se vio obligado a realizar para subsistir, del tiempo que lo tuvieron en la cárcel cuando esta acabó, de la vida y del futuro.

Pero lo que más admiraba de el, era su carácter. Me contagió la alegría, las ganas de vivir y esa sonrisa eterna que solo pueden tener las personas que han sufrido más de lo imaginable y aun así han continuado queriendo a los demás.

Su mayor legado fue enseñarme a amar las cosas más simples y a tratar todo con la mayor ternura, mostrándome la belleza que se esconde detrás de cada una de ellas.

Hoy quiero darle las gracias por conseguir que sea como soy ahora, por su sonrisa y por ser una de las personas más maravillosas que he conocido.

Por eso en los momentos que la desesperación me vence pienso en él y recordando su sonrisa le digo “gracias abuelo”.



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